3.12.07

Ismena




Ismena sentada en un banco de plaza. Las manos sobre las rodillas, sobre la pollera violeta que llega hasta el piso, que la arrastra cuando camina. Ay ella, tan sensata allí sentada, siempre queriendo ser tan coherente ahora en el ojo de la tormenta, callada, quieta, muerta de miedo a no poder salir de allí. Buenos Aires se eleva majestuosa, terrible sobre su cabeza, sobre su pequeña cabeza despeinada, las negras mechas que caen sobre sus hombros. Siempre tan correcta, alineada, como de pronto tan marginada, allí sentada mientras le habla ahora el propietario de aquel banco-cama. Quizás este invadiendo su espacio, ella tan prolija y a la vez desalineada, mezcla extraña, las uñas verdes, remera de la feria de allí a la vuelta, la pollera que arrastra. Y aquel hombre que no se atreve a mirar a los ojos, una voz que habla, voz carrasposa, que no modula bien, como un gruñido cerca suyo que ignora.
Ella tan buena, corrompida, escupida, manchada, dañada en alguna parte aunque no sepa donde. Ismena que quiso mantener el equilibrio necesario, que procuro manejar cada acto con tremenda racionalidad, tanta racionalidad que asusta, que enloquece, la mirada objetiva hasta marearse y creer que lo es y en realidad ver todo desde otro lado. Tan sola, vulnerable, un gruñido del lado izquierdo que no cesa. Caminar arrastrando la pollera. Caminar hasta cerca del agua, que bella. Mirarla largo rato abstraída. No hay una alineación positiva, no hay una chispa de algo bueno que la roce, las manos tiemblan y ella camina, los pies se mojan y ella camina, calles que ya no camina, tristes calles derechas agrisadas e iguales, y ella camina, las caminaba, cuanto vague por ellas, distraída, camina, sigue adelante, la mediocre vida, la lista de deseos no cumplidos, de objetivos preprogramados rota, ella, tan sensible, tan limpia, manchada, sucias las manos, camina, de su monotonía mi alma padece ahora.



{*en cursiva palabras de Alfonsina Storni, "Versos a la tristeza de Buenos Aires"}

No se repite


Claro, no se repite. Y ella con la insistente caprichosa predisposición natural a enamorarse. A mirar y imaginarse tan bien juntos. Y lo piensa ansiosa cuando no duerme, cuando se despierta en la noche y no duerme hasta que amanece. Cuando cantan los pájaros afuera y la habitación se ilumina, pero con esa luz débil de sueño, cuando corre una brisa que hace pensar en cosas que parecen profundas, momento de conclusiones innecesarias, pero que parecen imprescindibles. Revuelve la comida mientras la piensa. Y después lo deja, almorzar sola sí es prescindible, se puede no comer, las horas pasan igual y el estomago ya esta acostumbrado a la inestabilidad proporcionada por cambios de estado mental.
Suena el teléfono. Idiota. Dice que lo llame para contarle algo. Que espanto. Ahora supone confianza necesaria como para andar contando cosas como si a ella realmente le importara. Y no sabe que a ella su recuerdo le revuelve el estomago. Quizás sea por eso que hace días que no come, que prueba dos bocados y se siente llena, pesada, y no puede ni probar algo más.
Vuelve a sonar el teléfono, histérica agarra sus cosas y sale. La espera el otro, ese motivo de noches durmiendo poco. (No comer, no dormir, cada uno tira un poco). Aquel es tan hermoso que no entiende como. Y le habla sincero de cualquier cosa, de una estrella fugaz que vio pasar, y ella la imagina, reproduce y le pide un deseo que no se cumplirá. El mensaje de aquel que no la deja comer pasa por su mente y siente un deseo tan grande de abrazar a quién esta sentado a su lado que el no poder hacerlo la hace querer llorar con rabia. Maldita impotencia, a veces falta de suerte, maldita falta de sentimientos recíprocos. Querer quedarse allí abrazada, o acostada con la cabeza sobre su pecho, allí tan segura, feliz, tontamente feliz. Pero pasan los minutos y el tiempo se escapa. Se le escapa entre la nada que avanza y cuando se quiere acordar esta en su cama sin poder dormir.
El martes tuvo que verlo. Al que dejó el mensaje. Palabrerío empalagoso. Nauseas, suerte que no había almorzado. Mareo momentáneo, sentir que la presión desciende peligrosamente y que puede caer. Una mano sudada que busca su cuerpo y ella un segundo paralizada, una rabia desde adentro, una furia desde el pecho, y la mano estúpida que la recorre a su gusto, sin preguntar, sin pedir permiso, sin una mísera gota de sensatez, aquellos dedos que caminan y un palabrerío meloso en el oído que pretende ser algo que no es, que quiere parecer, merecer, máscara boba que cae fácil, tan mal preparada que da más asco, ni siquiera la delicadeza de una delicada confección. Y la mano que avanza, de pronto arrebatada, sacudida. Ella parada de un salto y él retrocediendo con la mirada rara. Ella tan extraña que no se reconoce ni en sus pasos, agarrando de pronto lo más cercano y tirándolo sobre él. Un liquido rojo, extraño, que la salpica, mirarlo como una niña, pensando que es una tinta que chorrea sobre su camina sin mirar al otro tirado en el piso. Con naturalidad escandalosa salir caminando, tomar el colectivo de vuelta y llamar a aquel que la desvela para discutir cualquier teoría filosófica.

25.10.07

Vodka

Pasos lentos. Levanta el tubo del teléfono y escucha el mensaje. Una, dos, tres veces, hasta poder recordar las pausas y tener la capacidad de reproducir el mensaje mentalmente. Memoria auditiva, sensorial, como la de recordar el gusto de su piel, de sus labios, el ritmo de su respiración cerca de su cuello. Recuerdos de los gestos y palabras, de las calles, las veredas, recuerdo del pasto, del cielo, de su cuerpo sobre el suyo, ver las nubes por sobre su cabeza, de sus ojos dilatados. Y de pronto recuerdo inmediato del mensaje estúpido, que se reproduce solo, ahora se reproduce una y otra vez y no puede pararlo. Un vaso de vodka, dos, tres, cuatro. Media botella de vodka importado. Las dos de la madrugada, y luego las tres, las cuatro, las cinco. Casi amanece, y ese casi implica que aún está oscuro, aún todo es turbio, borroso, doble, triple, cuatro veces la habitación, cuatro veces la cama sola, vacía, repetición innecesaria, como si no bastara con verlo una vez.
Llegó a las cinco y media de la madrugada, quejándose de mi olor a alcohol, del desorden de la casa. Intenté decir algo pero mis palabras eran torpes, como gemidos irreconocibles, las letras de mi vocabulario ahora aplastadas, agolpadas unas con otras hasta convertirse en un sólo tono. Preparé café. Acerqué con cuidado las dos tazas, le puse enfrente la suya y lo observe como si nunca en mi vida hubiera visto a alguien tomar. Con una sensación extraña, mezcla de debilidad y poder, tomé la mía de un sorbo quemándome sin que eso me importara. Lo miraba haciendo un esfuerzo por no quitarle la vista de encima un solo segundo, como si en ese segundo pudiera demostrar un cambio físico de suma importancia, algún gesto, indicio. Lo miré a pesar de no poder mantener mi vista fija, a pesar del mareo, pensé en su boca y en el vodka, los cigarrillos, las drogas que se inhalan. Miré su cuerpo imaginando de que modo el veneno se expandiría por él. Imaginé, como si fuera un cuadro surrealista, un humo negro que se expandía, y la sangre roja de sus venas volviéndose negra, y luego las venas estallando, el corazón latiendo muy lento, o muy rápido hasta detenerse. Me pregunté si en algún momento él tendría conciencia de lo que estaba sucediendo, si tendría el instante de saber que iba a morir antes de hacerlo; y me pregunté si en ese instante tendría tiempo para decir algo, y si era así que me diría, unas palabras que resumieran su existencia, las últimas, las únicas que le quedaban. ¿Le quedarían palabras cuando ya su cuerpo estuviera a punto de dejar de funcionar?
Comenzó a notar que yo lo miraba y pareció sobresaltado, luego los ojos desorbitados, algunos balbuceos incomprensibles. Me miraba con unos ojos brillosos, parecía querer hacer algo y no poder, haberse quedado paralizado, quizás incluso alentados los pensamientos. Me extendí hacia él como un impulso que él respondió tomándome en sus brazos y apretándome fuerte contra él. Dejé que me sostuviera, con los ojos llorosos miré mi taza de café y fui cayendo como en un desmayo lento, perdida progresiva de la conciencia, vi el humo negro estallando mis venas y dejé de respirar.
La cama vuelve a ser una, sola, vacía. Amanece.

19.10.07

Jaque mate


Ella escribe, de un modo automático, todas las palabras que calla. Aquellas palabras que cambia por otras y encubre en mentiras que crean la feliz convivencia aparentada.
No es que me guste. O sí. No lo sé, últimamente no estoy segura de nada. Es simplemente que es más fácil así, o que así se nos ocurrió un día y entramos en el juego perverso de mentir. Un juego con reglas por ser un juego, pero que nos olvidamos de respetar y que ahora dudamos cuales eran en un principio, ese juego que jugamos y a veces llamamos vivir. Él ya no me respeta, nunca me quiso, y ahora se da el gusto de humillaciones diarias. Ayer llego borracho, con sus amigos, rompiendo cosas, y después cuando estuvimos solos... No lo puedo soportar más.
Se mira al espejo en busca de un moretón inventado. Lo ve y pasa su dedo suavemente por él, le duele. La casa con todo perfectamente acomodado, limpio, ubicado con suma delicadeza.
Todo se derrumba, nuestra casa se derrumba, las cosas huelen mal, están sucias. Él deja siempre todo en el suelo, no le importa, inclusive creo que lo debe hacer porque sabe que me molesta. Pero también hay recuerdos lindos, esos que me mantienen a su lado, que me hacen amarlo y aceptar sus disculpas con excusas absurdas que ni siquiera él termina de comprender. Siempre hicimos las cosas de ese modo, olvidando y volviendo a empezar, inventando otra historia. Pero a veces me siento encerrada, porque no podemos salir de esa especie de círculo vicioso.
Ellos quisieron caer allí. Lo eligieron con la plena conciencia de sus riesgos. Ella fue la que dijo “arriesgar y confundir” a “no arriesgar por miedo”. Pero a veces uno se pregunta si podría andar por otro camino, si las cosas podrían ser más simples, más sencillas, más vulgares.
Vulgar nunca. Nos gusta lo retorcido, misterioso, eso que te deja pensando y que sentis fuerte en el pecho. Nada de que los días nos pasen desapercibidos, las horas en vano, las mañanas sin sentir su olor particular y considerando la capacidad de diferenciarlo del olor de la tarde. Eso fue lo que anhelamos y no me arrepiento.
Sola, en su departamento de la calle Aráoz, queda detenida en sus últimas palabras, esas pensadas y tampoco dichas. No hay arrepentimiento y sin embargo hay algo que estorba, un nuevo sentimiento que aún no puede definir, no encuentra la palabra que coincida con el significado, es sólo una sensación, no tiene porque poder ser nombrada.
Es un pequeño motivo que me hace sentir que estoy haciendo las cosas mal.
Ahora ese pequeño motivo coloca sus pequeñas manos sobre las rodillas de su madre que llora al mirarlo y le acaricia la cabeza. Unos diminutos y brillosos ojos marrones se posan sobre los suyos que ahora ven, pueden ver. Vuelve a mirar a su alrededor con una repentina objetividad extraña, jamás experimentada, antes evitada con firmeza. Se escucha el ruido de la llave que abre la puerta y los pasos de aquel hombre a veces desconocido. Ella se incorpora lentamente para hablar con sinceridad la primera vez en su vida. Pero él no entiende y sus respuestas son un grito ensordecedor, más bien varios gritos sucesivos como puñaladas que se clavan en ella, una verdad más poderosa. A él no le importa. No es su hijo, no es su vida, y una soledad invade el cuerpo de ella que intenta hablar pero se ha quedado sin voz. La idea de que siempre estuvo sola y que aquel hombre que la había cobijado en su casa no era nadie le dolía en el estómago. Su juventud destrozada por un hombre que la había abandonado volvía a su cabeza como un recuerdo que se apoderaba de su presente, y este otro hombre, con su cariño fingido a veces y otras ni siquiera fingido que le decía a gritos que nunca iba a amarla.
Que se acabara, concluyera, terminara, fue lo único que quise. Y fue mi vida la que quise terminar, pero al ver a mi pequeño motivo de estar con vida, sus ojos curiosos que me miraban asustados, supe que no se lo merecía. En cambio él, no había motivo que me hiciera sentir culpa. Un final poco cotidiano. Lo que siempre anhelamos ¿O no?
Se lo dijo con una ironía que mezclaba un sentimiento de odio y de perversa complicidad. Una fuerza nunca antes sentida la impulso a atarlo a la cama cuando intento huir. Y de pronto la idea absurda, al principio, y después la certeza, la decisión de que así debían ser las cosas. Una puñalada en el pecho de él como desenlace de una historia que nunca debería haber comenzado. Y otras, ya sin sentido, pero acompañadas por un sentimiento atragantado, cada una de ellas. Odio, amor, impotencia, frustración, soledad, resignación, esperanza -tan débil- y explosión. Ocho puñaladas.
Unas ganas locas de que todo explotara, quizás inclusive yo, mi propia vida destrozada para poder ser reconstruida. Y que él quedará en el medio, sin poder salvarse, atrapado con los recuerdos, parte de un pasado del que ya no pudiera escapar al quedar su vida detenida en ese instante. Todo reducido a cenizas, y nosotros dos, mi hijo y yo, resurgiendo de ellas para volver a comenzar.

7.11.06

Los extraños


Miraba por la ventana cuándo era la hora de su llegada. Y lo veía acercase sin que él supiera que estaba siendo observado. Él caminaba con sus pasos largos y mirada perdida, como lo estaba la de ella, en él. Apenas abría la puerta ella corría a la mesa y abría el libro donde lo había dejado el día anterior. Lo saludaba distraída, leía un rato y después preparaba la cena.
“Siempre ocupada, indiferente, misteriosa, interesante”. Él lo decía, y ella satisfecha sonreía. Una vez, y la que le siguió, y la que le siguió.
A la madrugada ella se despertaba un rato entre las cuatro y las cinco de la mañana. Se sentaba en la cama para verlo dormir, lo acariciaba con suavidad, y susurraba las mismas frases en sus oídos. Cinco y media sonaba el despertador de él. Se levantaba y veía que ella aún dormía. La dejaba dormir mientras empezaba a prepararse para ir a trabajar. Ella después se levantaba y también se preparaba. Peinado, maquillaje, accesorios. “Siempre coqueta aunque no lo necesites. Sólo para estar todavía más linda”. Ella sonreía. Seis y media se iba y ella quedaba sola en la casa. Casi no salía. Si lo hacía era para hacer compras de cosas que fueran para la limpieza o la comida. Leía sólo para sentir que hacía algo por ella. Pero leía sin pensar, sin que se produjera la magia de ir a otro lugar. Por el contrario estaba cada vez más encerrada. Cada día la casa más chica, con menos rincones, con menos espacios para ser llenados. Pero el amor, el amor lo llenaba todo, el amor se lo llevaba todo.
Él trabajaba de empleado. Llegaba cansado pero sonreía al verla a ella leyendo en la mesa de la cocina. Tardaba en interrumpirla y cuando lo hacía era para contar alguna de sus anécdotas divertidas. Historias de los compañeros de la oficina, sucesos insólitos en la calle, personajes extravagantes que hablaban otro idioma. Todos con un desenlace cómico que él contaba con entusiasmo haciendo la historia mejor de lo que era. Y ella reía. Con ganas, sincera. Se le llenaba el alma. Y aquellas dudas, que aparecían de vez en cuando, sobre si aquellas anécdotas habían sucedido realmente, se evaporaban en el momento que la risa brotaba de su boca. Verlo a él, sonreír, con su hermosa sonrisa, hablarle entusiasmado de aquellos personajes. Si eran inventados mejor, significaba que incluso imaginaba y mentía para hacerla reír, porque verla bien lo hacía feliz.
Una noche no le contó ninguna anécdota. Extrañada se acercó lentamente a él, y lo halló escribiendo en un viejo cuaderno de notas abandonado años atrás. Escribía fervientemente. Escribía. No dejó que ella lo leyera. Ella aceptó la prohibición y aguardo paciente que aquella inspiración pronto se marchara un día así como había llegado a él. Pero no. Comenzó a dormir menos y escribir más. Ella también dormía menos y ya no se despertaba para verlo dormir. Ya no fingía leer cuando él llegaba. Ya no había anécdotas, ni personajes extravagantes.
Se sintió mal. Bronca, impotencia, desgano. No se arreglaba por las mañanas. No lo consideró necesario. Había algo perturbador en la casa, pero no se daba cuenta que era exactamente.
Una noche, en que vio que él se había quedado dormido sobre la mesa, le acarició la cabeza y de pronto escuchó un golpe sordo que provenía de su cuarto. No quiso despertarlo. Subió sigilosa la escalera de mármol que llevaba a la habitación y encontró la puerta entreabierta. Se paró detrás sin hacer el menor sonido y escucho risas que provenían de adentro. Risas, y luego voces, y más risas, y luego gritos. Bajo corriendo las escaleras y lo despertó desesperada. “Hay gente en la casa” dijo en un susurro. Ambos subieron las escaleras, él abrió la puerta de la habitación y entro, ella se quedo afuera esperando. “No hay nadie” fue lo que dijo al salir. Ella entro bruscamente, efectivamente la habitación estaba desierta. “No puede ser, te juro que los oí”. Tenía los ojos empañados de lagrimas, avergonzada.
La noche siguiente ella estaba en su habitación y escucho gente en el comedor. Bajó corriendo las escaleras, pero solo lo encontró a él.
- ¿Con quién hablabas?
- Con nadie. No hay nadie. ¿Estas bien?
- Te escuché, a vos, y otras voces. No me mientas. ¿Sos vos el que miente? ¿Ayer los escondiste? ¿Vos los conoces?
Cada palabra sonaba cada vez más absurda en su boca, y ni siquiera esperó una respuesta. Nerviosa volvió a su cuarto mientras él seguía con la mirada como subía tambaleando la escalera quizás con la sensación que podría tropezar con cualquier escalón debido a su fragilidad.
Pasó una tercera noche, y una cuarta. Voces, ruidos, pisadas, bullicio.
El quinto día, él volvió de su trabajo y ella lo esperaba en la cocina. Él entro y se sentó a su lado.
- ¿No preparaste la cena?
- No.
- Hace mucho que no lees.
- Hace mucho que no me contas nada del trabajo, ni de nada.
- No hay nada nuevo que contar. Todo es como siempre. Nunca pasa nada interesante, en realidad nunca paso nada interesante.
- Ya lo sé- le sonrío y se le acerco al principio lentamente, con cierta desconfianza por las dudas de las noche anteriores, de los episodios de la gente en la casa, pero luego recordó en él a aquel hombre que la enamoró, entonces se acercó a aquel hombre y lo beso. - hace mucho que no pasa nada, ¿no?
Él sonrío incomodo
- Voy a escribir un rato.
Y el rato fueron horas. Esta vez ella no se acostó, no quiso hacerlo, mientras él escribía en el comedor ella se quedo en la cocina. Era la madrugada y fue a verlo. No estaba en el comedor. Sobre la mesa aún estaban sus papeles escritos fervorosamente. Subió la escalera hasta el cuarto, abrió la puerta y ahí los vio. Él acostado en la cama matrimonial con una extraña. Una extraña en su casa, en su cama. Desesperó. Cerró la puerta con un golpe y bajó corriendo las escaleras. No sabía que hacer. Las volvió a subir, volvió a abrir la puerta y ella no estaba. Lo encontró a él solo. Le pidió explicaciones pero no obtuvo respuesta. Él la miraba sin poder decir nada, apenas entendiendo las palabras que ella decía. Volvió a bajar las escaleras y se sentó junto al fuego de la chimenea. El fuego. De pronto tuvo una imagen en su cabeza y esbozó una sonrisa. Se acercó a la mesa y empezó a agarrar los papeles escritos a mano de él. Quemó uno por uno. Viendo como el fuego los convertía en cenizas. Una a una las hojas se deshacían frente a sus ojos. Estaba cansada, pero aún quedaban muchas hojas por quemar. Comenzaba a dejar hojas en el cuelo quemándose y a agarrar otras para acelera el proceso. Veía como el fuego quemaba las letras de tinta azul una a una. El fuego que pronto invadía más territorio y que reducía a cenizas todo lo que encontraba a su paso.
La mañana siguiente los bomberos encontraron la casa totalmente destruida. Hallaron en ella dos cadáveres. El de un hombre en lo que había sido una habitación, y el de una mujer, en lo que alguna vez fue el comedor de aquella casa. En el suelo, entre las cenizas, un papel de su puño y letra escrito la noche anterior:
“Sobre todo lo que se oponga, incluso vos. Sobre todas las verdades y significados. Por sobre metáforas incomprensibles, melodías absurdas, besos robados. Por sobre palabras dichas y no dichas, sonrisas forzosas y llantos falsos. Por sobre todo. Te amo.”

26.9.06

Nunca y siempre


Sos hermoso. Pero no eres para mi. Siempre sentí que no te merecía. Que me rechazarías. Era inútil intentar acercarme a vos. Tan hermoso, perfecto, ¿qué podías llegar a ver en mi? Más chica, más insegura, con menos cosas que decir. Quizás en realidad no estabas tan lejos, pero yo lo veía así. A años de distancia. A mil sueños de ser real. Y te escribía las palabras más lindas que era capaz de hacer salir de mi boca. Las escribía con suma delicadeza cuidando cada palabra especialmente elegida, y a la vez con la precaución de mantenerte anónimo. Ningún indicio. Ningún dato que hiciera obvia tu identidad. Hasta convertirte casi en un personaje, en un invento mío.
A él lo conocí de casualidad. Nos gustaba hablar de esas cosas que uno no encuentra oportuno hacerlo con cualquier persona. Confiaba en él, y supongo, él en mi. Caminábamos por calles llenas de gente pero no los escuchábamos. Nos sumergíamos en conversaciones sobre algún arte en particular dependiendo de las circunstancias la elección de éste.
Él me habló de ella. De haberla olvidado y de cómo le costo hacerlo. Yo no estoy segura si te nombre. Intuyo que no lo hice. En última instancia le mencione a “alguien” sin entrar en detalles. Porque en definitiva nosotros no éramos nada. No lo éramos y sin embargo para mi siempre fuiste lo más importante. Te veía y fingía indiferencia. Pero si me hablabas tenía motivos para sonreír varios días seguido y nadie sabría porque. Era mi secreto. Y lo guardaba muy dentro mío, intacto. Debí haber tenido el coraje para gritártelo en la cara. Pero nunca pude. Te quería demasiado como para arriesgarme. Simplemente no pude.
Con él seguíamos saliendo, la pasábamos bien juntos. No estoy muy segura como fue pero pronto salíamos más seguidos, me llamaba más y estábamos cada vez más cerca. Llego el día en que me robo un beso que deje que robara, en que lo abrace fuerte y me dijo que me quería. No hay más detalles. No hay más que decir al respecto.
Me dolían los músculos de la cara al sonreír. Me temblaba la voz cuando le decía que lo amaba. Y lo decía despacio, con vergüenza. Me dolía la espalda. Llevaba atrás una carga muy pesada, casi imposible de soportar. Casi. Porque la soportaba.
Te seguía viendo. Un día él me vino a buscar y lo conociste. Después siempre que me veías me preguntabas por él. Y sonreías cuándo yo decía que estaba todo bien. Me sonreías cariñosamente. Yo que había fantaseado con verte celoso, estaba allí parada frente a vos que te alegrabas por verme feliz.
Pasó el tiempo. La carga se hacía más pesada. Sentía una puntada en el pecho cada vez que estaba con él. No se merecía que pensará en vos. Pero yo no sentía merecer tenerte. Una tarde te vi con ella. Era alta y simpática. Se veían bien juntos, todos lo decían. Y a mi me destrozaba verlos pero sonreía cada vez que lo hacía y fingía felicidad por verte bien. Me hacía mal verte, así que empecé a verte menos. Hasta casi no verte. Un intento frustrado de olvidarte. Pero era un intento.
Un día me desperté llorando después de soñarte. Lo deje a él. Me fui del departamento en el que en ese entonces vivíamos, dejé vacío el lado de mi cama. No le di las explicaciones que merecía. Solo palabras absurdas para evitar el momento. Solo oraciones inconclusas para no permanecer callada.
Me fui a vivir sola. Estudié, conseguí trabajo. Hice nuevos amigos, nuevas rutinas. Vacíe cajas viejas llenándolas de nuevas cosas y nuevos sueños. Rescribí objetivos e ideas una y otra vez. Un día imprevisto, a una hora no acordada, en un lugar no pactado, te vi. Me acerque dudando, me viste y sonreíste. Nos sentamos en el banco de una plaza. Era otoño y las hojas de los árboles en el suelo nos ofrecían un decorado bello pero a la vez melancólico. El cielo de un celeste pálido sobre nosotros. Y tus ojos, tristes, pero brillosos como siempre. Los mire un momento antes de preguntarte como estabas. Hablamos poco. Mencionaste tu reciente casamiento, la nueva casa, y otras cosas que no escuche o no quise escuchar. Me miraste y nos miramos un momento. Te abrace. Y me quede abrazada a vos un momento, el que necesitaba para recomponer mi alma después de tanto tiempo de desearte. Me tomabas con fuerza, y entonces lo supe, no necesitaste decirlo, supe que me amabas. Me desprendí de vos lentamente y te volvía a mirar. Tenías ahora los ojos empañados de lágrimas. Me levante despacio y camine sobre las hojas del suelo que hacían ruido al pisarlas. Y te quedaste inmóvil viendo como me alejaba. Ni una palabra más. No te volví a ver. Pero hoy no me duele no verte. Porque yo aún vivo en ese abrazo que me diste. Vivo en ese instante y no necesito vivir más. Ahora que los pies me duelen recuerdo mis pasos sobre las hojas de otoño. Recuerdo mis manos suaves que no te acariciaron lo suficiente. Pero sé que me amaste y que puedo morir en paz.

Frío


¿por qué me miras? ¿por qué me seguís mirando? Ahí, tan quieto e inútil.
Yo te hubiera entendido, solo tenías que hablar. Era tan sencillo que te odio por no haber hecho nada. Odio tu silencio, tu fragilidad. Quisiera pegarte para que reacciones y me pegues. Quiero que me grites. ¡Gritame! Decime que estoy loca, confundida, que no hago más que mezclar las cosas.
Vos lo sabes. Sabes que te amo como a nada en el mundo. Sabes que sos lo más lindo que tuve. Quiero que me reproches todos mis errores. Que me refriegues en la cara las veces que me equivoque. Reíte de mi con descaro, de mis defectos, de mis partes más vulnerables. Golpeame, sacudime, atame para que no vuelva a hacer ninguna estupidez.
Era miércoles y yo caminaba por la calle. Pase por el bar y te vi con ella. Se veían tan felices. Te reías como no te veía reír hace mucho. Y ella... Ella estaba hermosa, esplendida, con su cabello rubio que le brillaba. Y vos te perdías en sus ojos, te ahogabas en su mirada. Te mire, una lágrima roja cayó por mi mejilla mientras otras parecían acumularse en la frente haciéndome transpirar. Mis manos temblaban. El sobre que tenía en la mano estaba húmedo con mi transpiración. Finalmente callo al piso, con una noticia no recibida adentro y una parte de mi corazón. Corrí por la calle torpemente. El sobre papel madera quedo perdido en el suelo. Se lo abra llevado el viento, o habrá sido barrido como una basura más. Una basura. Eso te grite que eras apenas entraste al departamento. Grite tan fuerte que no podía escuchar ni mis propios pensamientos. Estabas asustado, me mirabas temeroso sin decir nada, sin que ninguna palabra saliera de tu boca. Y lo que no decías debía decirlo yo. “¿Con ella?” “¿Desde cuándo?” “¿por qué?” “¿¡Como me haces esto!?”. Preguntas que no llegaste a responder. ¿por qué? Te odio por no hablar, por no gritarme, por no hacerme reaccionar, por no explicarme. Te quedaste allí inmovilizado por el miedo mientras yo me abalanzaba sobre vos. Y ahora estás tan quieto, tan inútil. Ella llamó para dar las explicaciones que no diste. Hablaba acelerada como quién sabe que no hay mucho tiempo. Presentía, intuía, sin embargo habló tarde. No era ella la que tenía que hablar. No era ella la que debía decirme que no era nada. Yo le creí, pero ya no me servía. Al contrario, hubiera preferido no creerle para no sentirme ahora como me siento, que por cierto no se como es exactamente. Bronca. A vos. Que no impediste que cometiera una locura. ¿por qué no me gritaste que me amabas? Sabías que si lo hacías no me hubiera atrevido, hubiera dejado caer el cuchillo y dejado caerme a mi en tus brazos. Y yo entre todo lo que grite debí haberte dicho que te amaba, espero, lo supieras.
¿por qué me miras? ¿por qué me seguís mirando? Pálido y quieto con los ojos bien abiertos. Tu mirada antes cálida ahora es fría y oscura. Tu mirada que antes me llenaba el alma, ahora me la destroza. ¿por qué no dijiste nada? Dejaste que me quedará sola, que nos quedáramos solos. Y seguramente veré en sus ojos los tuyos y no sabré que decirle cuando pregunte por vos.

La Tristeza


El lunes se levanto más triste de lo normal. Saludo a su esposa que le contesto un “buenos días” sin siquiera mirarlo. Más tarde llegaban los clientes. O deberían haber llegado. El negocio, desierto, lo deprimía aún más. A las ocho de la noche cerro la puerta con las dos llaves, las guardo en el bolsillo y se dirigió a su casa. Saludo al diariero que le contesto con una mueca. Siguió caminando por las calles llenas de gente y a la vez tan vacías. Pregunto la hora y obtuvo un apresurado “ocho y cuarto”, al pasar y sin mirarlo. Los pasos rápidos, firmes y ajenos se contraponían a los suyos, cansados y pausados que no se oían. Maletines que golpeaban contra su cuerpo. Miradas que no lo veían, orejas que no lo oían. Como si no existiera. Llegó a su casa, su esposa ya se había acostado. Revisó una agenda en blanco, un buzón vacío y un contestador sin mensajes. “¡Quién va a llamar!” murmuro mientras en vano lo revisaba. Prendió el televisor y miró noticias ajenas. Lloró por historias que no le pertenecían, rió de alegrías que no lo incumbían. Pasaba la hora y su angustia crecía. Un vacío en su interior amenazaba con volverlo loco.
El martes a la mañana su esposa se levantó, puso la pava a calentar y se sentó en la mesa de la cocina. Se hicieron las diez de la mañana y de mal humor fue a despertar a su marido. “Te quedaste dormido” le grito en el oído sin mirarlo. “Levántate” grito inútilmente a su lado. Tardo en mirarlo y cuando lo hizo soltó un grito de horror. Lo sacudió unos segundos hasta que supo que ya era inútil. A las once llego la policía para hacer las preguntas de rutina. Once y cuarto ya lo habían olvidado. Nadie pronuncio su nombre. No hubo clientes que preguntaran por su ausencia, solo un cartel -inútil, que nadie leía- anunciaba “cerrado por duelo”.

Tormento


No piense que lo olvidé. Sabe bien que ni usted ni yo lo olvidará jamás. Convivo con el tormento de ese recuerdo. Supongo que a usted le ocurre lo mismo, y que al despertar siente dolor. Y hasta me atrevería a adivinar que llora por las noches. No crea que no me da culpa. No me recuerde cómo una mujer fría. Sabe bien que mi alma nunca descansará en paz.
Sin embargo presiente que hicimos lo correcto. Considera que fuimos obligados por las circunstancias. Tal vez yo exagere pero desde aquella noche no he podido dormir bien, ni tener sueños agradables. Por el contrario me sumerjo en horribles pesadillas y cualquier sonido me despierta. Como si no estuviera durmiendo por completo, y siempre algo de mi vigilara la puerta. Dirá que soy una maniática, quizás desde siempre lo piense. Pero no puedo evitarlo, el recuerdo no me deja tranquila.
De todos modos quiero informarle que ya lo tengo bastante dominado. He pasado por momentos difíciles en los que intenté olvidar evadiéndome. Pero como le habrán hecho saber ya me encuentro mejor. Sin embargo...
Yo no lo culpo, no valla a creer eso. Aunque a veces pienso que las cosas podrían haber sido diferentes. Seguramente usted también lo piensa e imagina como serían las cosas ahora. Y sabe que es tarde para lamentarse y para cambiar el pasado. Ese atormentador pasado que aunque sea lejano aún hoy no me deja en paz.
Quisiera empezar de nuevo, olvidar lo sucedido. Eso es lo que usted intentó, pero no creo que lo haya conseguido. Escaparse no es la solución, puede irse lejos y no verme más pero en su cabeza sigo existiendo. Y no puede cambiar el pasado, ni tampoco olvidarlo aunque yo lo he intentado. Y como ve no pude. Pero necesito de alguna manera cerrar esta historia porque ya no puedo continuar.
No sé como habrá hecho usted para continuar tantos años. Intento imaginar que pensará pero no lo comprendo. Me dejó tan sola, y sin embargo veo su rostro en la oscura habitación cada vez que la casa queda en silencio. Escucho unos pasos y creo que ha regresado.
Cuando pronuncio su nombre despacio, casi en un susurro, no puedo evitar que una lágrima caiga por mi mejilla.
Esta mañana desperté feliz, después de tanto tiempo pude dormir. Tuve un sueño agradable en el que no estaba y sentí que por fin todo había terminado. Siento finalmente que aunque no pueda olvidar lo sucedido, esto ya quedo cerrado. Siento mucho haberlo matado, pero era la única manera de dejarlo atrás.