19.10.07

Jaque mate


Ella escribe, de un modo automático, todas las palabras que calla. Aquellas palabras que cambia por otras y encubre en mentiras que crean la feliz convivencia aparentada.
No es que me guste. O sí. No lo sé, últimamente no estoy segura de nada. Es simplemente que es más fácil así, o que así se nos ocurrió un día y entramos en el juego perverso de mentir. Un juego con reglas por ser un juego, pero que nos olvidamos de respetar y que ahora dudamos cuales eran en un principio, ese juego que jugamos y a veces llamamos vivir. Él ya no me respeta, nunca me quiso, y ahora se da el gusto de humillaciones diarias. Ayer llego borracho, con sus amigos, rompiendo cosas, y después cuando estuvimos solos... No lo puedo soportar más.
Se mira al espejo en busca de un moretón inventado. Lo ve y pasa su dedo suavemente por él, le duele. La casa con todo perfectamente acomodado, limpio, ubicado con suma delicadeza.
Todo se derrumba, nuestra casa se derrumba, las cosas huelen mal, están sucias. Él deja siempre todo en el suelo, no le importa, inclusive creo que lo debe hacer porque sabe que me molesta. Pero también hay recuerdos lindos, esos que me mantienen a su lado, que me hacen amarlo y aceptar sus disculpas con excusas absurdas que ni siquiera él termina de comprender. Siempre hicimos las cosas de ese modo, olvidando y volviendo a empezar, inventando otra historia. Pero a veces me siento encerrada, porque no podemos salir de esa especie de círculo vicioso.
Ellos quisieron caer allí. Lo eligieron con la plena conciencia de sus riesgos. Ella fue la que dijo “arriesgar y confundir” a “no arriesgar por miedo”. Pero a veces uno se pregunta si podría andar por otro camino, si las cosas podrían ser más simples, más sencillas, más vulgares.
Vulgar nunca. Nos gusta lo retorcido, misterioso, eso que te deja pensando y que sentis fuerte en el pecho. Nada de que los días nos pasen desapercibidos, las horas en vano, las mañanas sin sentir su olor particular y considerando la capacidad de diferenciarlo del olor de la tarde. Eso fue lo que anhelamos y no me arrepiento.
Sola, en su departamento de la calle Aráoz, queda detenida en sus últimas palabras, esas pensadas y tampoco dichas. No hay arrepentimiento y sin embargo hay algo que estorba, un nuevo sentimiento que aún no puede definir, no encuentra la palabra que coincida con el significado, es sólo una sensación, no tiene porque poder ser nombrada.
Es un pequeño motivo que me hace sentir que estoy haciendo las cosas mal.
Ahora ese pequeño motivo coloca sus pequeñas manos sobre las rodillas de su madre que llora al mirarlo y le acaricia la cabeza. Unos diminutos y brillosos ojos marrones se posan sobre los suyos que ahora ven, pueden ver. Vuelve a mirar a su alrededor con una repentina objetividad extraña, jamás experimentada, antes evitada con firmeza. Se escucha el ruido de la llave que abre la puerta y los pasos de aquel hombre a veces desconocido. Ella se incorpora lentamente para hablar con sinceridad la primera vez en su vida. Pero él no entiende y sus respuestas son un grito ensordecedor, más bien varios gritos sucesivos como puñaladas que se clavan en ella, una verdad más poderosa. A él no le importa. No es su hijo, no es su vida, y una soledad invade el cuerpo de ella que intenta hablar pero se ha quedado sin voz. La idea de que siempre estuvo sola y que aquel hombre que la había cobijado en su casa no era nadie le dolía en el estómago. Su juventud destrozada por un hombre que la había abandonado volvía a su cabeza como un recuerdo que se apoderaba de su presente, y este otro hombre, con su cariño fingido a veces y otras ni siquiera fingido que le decía a gritos que nunca iba a amarla.
Que se acabara, concluyera, terminara, fue lo único que quise. Y fue mi vida la que quise terminar, pero al ver a mi pequeño motivo de estar con vida, sus ojos curiosos que me miraban asustados, supe que no se lo merecía. En cambio él, no había motivo que me hiciera sentir culpa. Un final poco cotidiano. Lo que siempre anhelamos ¿O no?
Se lo dijo con una ironía que mezclaba un sentimiento de odio y de perversa complicidad. Una fuerza nunca antes sentida la impulso a atarlo a la cama cuando intento huir. Y de pronto la idea absurda, al principio, y después la certeza, la decisión de que así debían ser las cosas. Una puñalada en el pecho de él como desenlace de una historia que nunca debería haber comenzado. Y otras, ya sin sentido, pero acompañadas por un sentimiento atragantado, cada una de ellas. Odio, amor, impotencia, frustración, soledad, resignación, esperanza -tan débil- y explosión. Ocho puñaladas.
Unas ganas locas de que todo explotara, quizás inclusive yo, mi propia vida destrozada para poder ser reconstruida. Y que él quedará en el medio, sin poder salvarse, atrapado con los recuerdos, parte de un pasado del que ya no pudiera escapar al quedar su vida detenida en ese instante. Todo reducido a cenizas, y nosotros dos, mi hijo y yo, resurgiendo de ellas para volver a comenzar.