3.12.07

Ismena




Ismena sentada en un banco de plaza. Las manos sobre las rodillas, sobre la pollera violeta que llega hasta el piso, que la arrastra cuando camina. Ay ella, tan sensata allí sentada, siempre queriendo ser tan coherente ahora en el ojo de la tormenta, callada, quieta, muerta de miedo a no poder salir de allí. Buenos Aires se eleva majestuosa, terrible sobre su cabeza, sobre su pequeña cabeza despeinada, las negras mechas que caen sobre sus hombros. Siempre tan correcta, alineada, como de pronto tan marginada, allí sentada mientras le habla ahora el propietario de aquel banco-cama. Quizás este invadiendo su espacio, ella tan prolija y a la vez desalineada, mezcla extraña, las uñas verdes, remera de la feria de allí a la vuelta, la pollera que arrastra. Y aquel hombre que no se atreve a mirar a los ojos, una voz que habla, voz carrasposa, que no modula bien, como un gruñido cerca suyo que ignora.
Ella tan buena, corrompida, escupida, manchada, dañada en alguna parte aunque no sepa donde. Ismena que quiso mantener el equilibrio necesario, que procuro manejar cada acto con tremenda racionalidad, tanta racionalidad que asusta, que enloquece, la mirada objetiva hasta marearse y creer que lo es y en realidad ver todo desde otro lado. Tan sola, vulnerable, un gruñido del lado izquierdo que no cesa. Caminar arrastrando la pollera. Caminar hasta cerca del agua, que bella. Mirarla largo rato abstraída. No hay una alineación positiva, no hay una chispa de algo bueno que la roce, las manos tiemblan y ella camina, los pies se mojan y ella camina, calles que ya no camina, tristes calles derechas agrisadas e iguales, y ella camina, las caminaba, cuanto vague por ellas, distraída, camina, sigue adelante, la mediocre vida, la lista de deseos no cumplidos, de objetivos preprogramados rota, ella, tan sensible, tan limpia, manchada, sucias las manos, camina, de su monotonía mi alma padece ahora.



{*en cursiva palabras de Alfonsina Storni, "Versos a la tristeza de Buenos Aires"}

No se repite


Claro, no se repite. Y ella con la insistente caprichosa predisposición natural a enamorarse. A mirar y imaginarse tan bien juntos. Y lo piensa ansiosa cuando no duerme, cuando se despierta en la noche y no duerme hasta que amanece. Cuando cantan los pájaros afuera y la habitación se ilumina, pero con esa luz débil de sueño, cuando corre una brisa que hace pensar en cosas que parecen profundas, momento de conclusiones innecesarias, pero que parecen imprescindibles. Revuelve la comida mientras la piensa. Y después lo deja, almorzar sola sí es prescindible, se puede no comer, las horas pasan igual y el estomago ya esta acostumbrado a la inestabilidad proporcionada por cambios de estado mental.
Suena el teléfono. Idiota. Dice que lo llame para contarle algo. Que espanto. Ahora supone confianza necesaria como para andar contando cosas como si a ella realmente le importara. Y no sabe que a ella su recuerdo le revuelve el estomago. Quizás sea por eso que hace días que no come, que prueba dos bocados y se siente llena, pesada, y no puede ni probar algo más.
Vuelve a sonar el teléfono, histérica agarra sus cosas y sale. La espera el otro, ese motivo de noches durmiendo poco. (No comer, no dormir, cada uno tira un poco). Aquel es tan hermoso que no entiende como. Y le habla sincero de cualquier cosa, de una estrella fugaz que vio pasar, y ella la imagina, reproduce y le pide un deseo que no se cumplirá. El mensaje de aquel que no la deja comer pasa por su mente y siente un deseo tan grande de abrazar a quién esta sentado a su lado que el no poder hacerlo la hace querer llorar con rabia. Maldita impotencia, a veces falta de suerte, maldita falta de sentimientos recíprocos. Querer quedarse allí abrazada, o acostada con la cabeza sobre su pecho, allí tan segura, feliz, tontamente feliz. Pero pasan los minutos y el tiempo se escapa. Se le escapa entre la nada que avanza y cuando se quiere acordar esta en su cama sin poder dormir.
El martes tuvo que verlo. Al que dejó el mensaje. Palabrerío empalagoso. Nauseas, suerte que no había almorzado. Mareo momentáneo, sentir que la presión desciende peligrosamente y que puede caer. Una mano sudada que busca su cuerpo y ella un segundo paralizada, una rabia desde adentro, una furia desde el pecho, y la mano estúpida que la recorre a su gusto, sin preguntar, sin pedir permiso, sin una mísera gota de sensatez, aquellos dedos que caminan y un palabrerío meloso en el oído que pretende ser algo que no es, que quiere parecer, merecer, máscara boba que cae fácil, tan mal preparada que da más asco, ni siquiera la delicadeza de una delicada confección. Y la mano que avanza, de pronto arrebatada, sacudida. Ella parada de un salto y él retrocediendo con la mirada rara. Ella tan extraña que no se reconoce ni en sus pasos, agarrando de pronto lo más cercano y tirándolo sobre él. Un liquido rojo, extraño, que la salpica, mirarlo como una niña, pensando que es una tinta que chorrea sobre su camina sin mirar al otro tirado en el piso. Con naturalidad escandalosa salir caminando, tomar el colectivo de vuelta y llamar a aquel que la desvela para discutir cualquier teoría filosófica.